¿Acaso somos el fracaso de nuestras universidades?

Soy egresado de una universidad pública venezolana. Un graduado al que le avergüenza preguntarse por qué están venciendo las sombras en la casa. Me lo pregunto y lamento tener que escribir que el inventario del presente sólo suma infraestructuras agotadas de resistir, docentes maltratados por un sueldo de hambre y la abulia de egresados que parecen desconocer lo que sucede puertas adentro de las almamáteres.

La enfermedad que padece la universidad no va a sanarse si tuiteo cuánto gana un profesor de tiempo completo y lo comparo con la dieta de un diputado. Gritar las siglas de mi universidad ya no es un grito de batalla sino eso: siglas, una irrespetuosa abreviatura de lo que sucede.

Las tareas históricas de las universidades son transmitir el saber acumulado a las nuevas generaciones y generar nuevo conocimiento que actualice ese capital. Y esas dos tareas sólo pueden llevarse a cabo en dirección contraria a quienes desean aferrarse al Poder. Y es ese poder el que castiga el presupuesto de las universidades, el sueldo de los docentes y el futuro de todos nosotros, los que seguimos afuera.

La política contemporánea ha decidido convertirnos en unas estadísticas de simpatías y rechazos. Números que dicen cómo atendernos según nuestro apetito. La sobreestimación de espejismos como el carisma obliga a que los líderes digan lo que la gente quiere escuchar y no lo que se debe decir. La política contemporánea ha desarrollado un peligroso talento para desintelectualizarse. Quizás eso sea lo que nos haya puesto en esta situación tan incómoda que es sentirnos gobernados por los peores de la clase.

La universidad venezolana hoy corre más peligro que nunca. Se están construyendo —y de manera bastante eficaz— las condiciones ideales para que parezca que no vale la pena quedarse en ella. Ni enseñando ni aprendiendo. Hacer que parezca imposible pensar otra cosa. Embrutecer es una de las maneras más eficaces de mantener el poder.

¿Acaso a quienes estudiamos en las universidades nos basta con un fondo negro del título para darles la espalda? Hemos sido cómplices de este exceso con nuestro silencio. La universidad se nos convirtió en pasado mientras hacemos lo posible por defender nuestra supervivencia gracias a nuestros ojos ilustrados, mientras los profesores que nos formaron son víctimas de un sueldo de hambre.

La calle también puede dar a los licenciados el título de alcahuetas.

Nuestra ciudadanía parece conformarse con resolver los problemas inmediatos e individuales. Cuando dejó de funcionar la Educación Pública, se hizo el sacrificio para que los hijos tuvieran una educación privada y pocos la defendieron. “Se hizo el sacrificio” una y mil veces, sin ver que lo que se ponía como ofrenda era nuestra propia cabeza. Y los hijos de los ministros de educación y de los viceministros y de los directores y de los empleados y de cada quien no volvieron a pisar una escuela pública.

Pero desde afuera no hacemos nada. Esperamos que todo venga de puertas adentro. “Que los muchachos se defiendan”. Incluso, que apenas se pueda quede claro que nosotros no éramos tan pendejos, pero que ahora estamos en otro momento de nuestra vida.

Un momento donde es legítimo ser un pendejo que ve todo desde la distancia.

Y entonces toca preguntarnos si es que la universidad fracasó, si los egresados terminamos siendo una prueba de ese fracaso, si somos los legitimadores del absurdo donde gobiernan los leales y no los buenos. Es decir: el Poder eternizado en las manos de los peores de la clase.

Un profesor universitario es alguien capaz de empeñar su presente a cambio del futuro del resto. Y aún así somos capaces de encarcelarlos en la memoria, con la comodidad de quien pone su relación con la universidad en el pasado. Yo fui profesor universitario y, cuando me retiré del oficio, lo hice con la tristeza de quien sabe que está huyendo. Esa tristeza de los cobardes. La docencia no es una labor mística de hombres y mujeres tocados por una gracia divina, sino de gente capaz de sostener un poco de coherencia en esa huída hacia adelante que es ir al mercado y pagar las cuentas en este país.

Los profesores siguen allí, mutantes de la tiza y la lista de asistencia. Esperando. Confiando en nosotros una vez más. Peleando por respeto a las ganas de quienes se convierten en un primer semestre necesario, esos que fuimos alguna vez.
Pero tanto desplante, tanto desdén, tanta hideputada de la realidad agota.

Hoy tienen que pararse porque —así de cruel y así de simple— lo que se les da a cambio por mantener con vida el futuro no les alcanza para comer y pagar las cuentas de la realidad.

¿Y qué podemos hacer nosotros con nuestras licencias de graduados? ¿Cómo acercarles la justicia a quienes nos enseñaron a identificarla? Soy un egresado de una universidad pública venezolana que espera que haga algo por ella para que pueda salir de esa indefensa condición de edificio abandonado.

Y tampoco sé qué debemos hacer.

Lo que sí sé que tenemos parte de la responsabilidad en esta deuda impagable que tiene el país con los profesores universitarios. Y sé que es hora de amortizarla, de hacer algo.

Algo.


Despertar, por ejemplo.

Caracas (?), 6 de junio de 2013
Artículo tomado del portal de ProDavinci el 13 de junio de 2013

Comentarios